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¿ES JUSTA LA GUERRA DE CALDERON?

Por Carlos Rodríguez Fonseca

Mucho se ha discutido acerca de la estrategia buena o mala en la guerra permanente  que desde el inicio de su mandato emprendió el Presidente Felipe Calderón contra  el crimen organizado; pero esa no es la idea que me motiva para este artículo, sino lo que pretendo es hacer una análisis jurídico sobre si se trata o no de un guerra justa.

El concepto de guerra justa nace de una terrible y en apariencia insoluble paradoja, la de considerar la guerra como un fenómeno malo y perverso no sólo ética sino también espiritualmente y, a la vez, la de tener que aceptarlo precisamente para evitar males mayores.

En la antigua Grecia prevalecía fundamentalmente el concepto de supremacía que legitimaba las intervenciones contra los bárbaros inferiores.  En el caso de Roma prevaleció mucho más un concepto que hoy podríamos denominar de “seguridad colectiva”. Lo que proporcionaba legitimidad a las guerras, primero, de la República y, posteriormente, del imperio era la necesidad de asegurar una zona de estabilidad en lo que eran sus dominios.

El cristianismo implicó un cambio esencial en estos diversos puntos de vista. La ética de Jesús incluía mandatos tan extremos como el de amar al enemigo, perdonar a los que nos han causado ofensas u orar por los que nos injurian. A Pedro le dijo que el recurso a la violencia incluso defensiva resultaba inaceptable y a Poncio Pilato igualmente le aseveró que precisamente porque su reino no era de este mundo sus seguidores no combatían.

Durante los tres primeros siglos del cristianismo esta conducta de condena de la guerra sin ningún género de paliativos se expresó en tres vías – la teológica, la canónica y la martirial. Agustín de Hipona, quien no fue ciertamente el creador de la doctrina de la guerra justa como se ha afirmado en ocasiones, sí fue uno de los primeros teólogos que intentó conciliar las enseñanzas de Jesús con la defensa de un imperio que en buena medida era cristiano y que intentaba sobrevivir al asalto de bárbaros no pocas veces paganos amén de sanguinarios.

La doctrina escolástica de la guerra justa giraba, fundamentalmente, sobre tres ejes. El primero era la legitimidad de la defensa propia. El segundo eje era la mesura en la respuesta. Demasiado era que se tuviera que privar de la vida a alguien. Por eso, se esperaba que la defensa propia resultara congruente. Finalmente, la Escolástica exigía que la respuesta bélica contara con posibilidades de éxito. De hecho, una guerra defensiva sin algún indicio de que podría concluir en triunfo resultaba inmoral en la medida en que implicaba un derramamiento de sangre – propio y ajeno – inútil.

Francisco de Vitoria, padre del derecho internacional, admitió como guerra justa no sólo la defensiva sino también la punitiva contra un enemigo culpable.  Estos aspectos lógicamente se reflejaron en la doctrina de la guerra justa no cambiando pero sí afinando algunos de sus postulados seculares.

En el Nuevo catecismo de la iglesia católica se consideran como requisitos para que una guerra sea justa: “Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto; que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces; que se reúnan las condiciones serias de éxito y que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar.

Sobre este particular resulta exigible no sólo el deber del Estado para preservar la seguridad interior sino también, y, en primer término, la de proteger el ejercicio de los derechos fundamentales de los mexicanos, habida cuenta que las violaciones cometidas por la delincuencia organizada tienen como causa final suplantar la potestad administrativa y jurisdiccional del Estado en las distintas circunscripciones territoriales sometidas a su imperium al grado tal que la sociedad misma está perdiendo su capacidad de asombro cuando de manera cotidiana lee en los medios acerca de cuerpos humanos sacrificados y hacinados en diversos lugares del territorio nacional.

En el caso mexicano, la referida hipótesis se satisfice plenamente, si tomamos en consideración que la intención objetiva del Ejecutivo Federal, en ejercicio de la facultad concedida por el artículo 89 constitucional, es preservar la seguridad interior, y, por ende la protección del bien común de los gobernados.

A propósito de la “guerra contra el narcotráfico” emprendida por el Gobierno Federal y de los frecuentes llamados de las fuerzas políticas para denostar la ineficacia de dicha estrategia surge la duda legítima de analizar la cuestión bajo los parámetros de la justicia. Para efecto de esta breve reflexión y tomando en cuenta la teoría de la “guerra justa” –ius ad bellum- el caso mexicano se ajusta materialmente, de manera análoga, a la noción de una guerra. Aunado todo ello, este asunto adquiere notoriedad y pertinencia a la luz de las discusiones parlamentarias sobre las reformas a la Ley de Seguridad Nacional que tendrán por objeto delimitar la facultad del Ejecutivo relativa al uso de las Fuerzas Armadas para combatir a la delincuencia organizada y el narcotráfico.

Independientemente de que se acoten tales facultades, sirva pues el presente trabajo para afirmar categóricamente que la estrategia contra el narcotráfico planteada por el Ejecutivo Federal aunque esté resultando sumamente cruenta, se ajusta en rigor a los parámetros de la guerra justa, lo que la hace lícita y pertinente.

                                                                                            cr@carlosrodriguezfonseca.com










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